Menudo de cuerpo, vestido pulcramente, la cabeza grande, el mentón enorme, azulado por la rasurada a fondo; la nariz grande, sensual, como desbaratada a golpes, Juan Belmonte era considerado por los estetas un personaje feo. Por mi parte siempre consideré al estudiar Belmonte un tipo de excepcional belleza, por estar dotado de esa fealdad que ha nutrido el arte en sus mejores épocas. Esa belleza que algunos descubrían únicamente cuando vestía el traje de luces, ante la sangre y la muerte, y que yo percibo al mirar algunas de sus múltiples instantáneas en la boca rasgada, en la nariz rota, en los hombros estrechos, en toda la desproporción de rostro y cuerpo unida en rara armonía a la forma humana, lo que algunos pintores llaman "desdibujada". Añadese a esto la profunda tristeza de la mirada, los ojos negrísimos, de ternura inconmensurable, la síntesis feliz del hombre del pueblo, en lo que este representa de cualidades primigenias y el hombre de la nobleza en su significado de conducta superior.
Sabido es que Juan Belmonte, por afinidades espirituales, escogió la mayor parte de sus amigos entre intelectuales y artistas. Estos y los libros fueron sus únicos maestros. Amigos íntimos suyos eran el poeta Luis de Tapia, el escritor Ramón Pérez de Ayala, el periodista Luis Calvo, el sabio doctor Don Gregario Marañón, el humorista Julio Camba; y entre los artistas, los escultores Julio Antonio, Juan Vázquez Díaz, Romero de Torres y Gutiérrez Solana. Si los intelectuales veían en Juan un hombre de viva inteligencia, de serenidad de juicio que sólo se da en los grandes espíritus, los artistas se aceraban a él con la curiosidad que despierta un tema plástico interesante. Porque al lado de aquella bondad comunicativa, aquel darse en el afecto, Belmonte interesaba al artista como "tema", "modelo", cuadro "ya hecho", como decía el vasco Zuloaga.
¿Porqué, si tan "hecho" estaba, ningún pintor logró reproducir a Juan con toda la profundidad de sus características humanas? ¿Porqué Ignacio Zuloaga no logró realizar la obra maestra que se propuso en los tres grandes retratos (en tamaño) que hizo del torero? Una de las razones de su fracaso creo que fue porque se empeñó en retratar al torero y no a Juan Belmonte. El torero en "pose" dentro de la arena y fuera de su personalidad dramática. En el retrato de color rojo y negro, Zuloaga representa a Belmonte con el estoque ensangrentado en la diestra; con la mano izquierda arrastra la muleta desplegada sobre un suelo bermejo donde una flor se marchita; el rostro desencajado, la actitud retadora, el cabello impecablemente peinado, las piernas despatarradas, todo coincide fielmente con la figura de Belmonte, pero está ausente su condición humana. Prefiero el otro retrato de igual tamaño natural, en tono gris y plata. La figura, de tres cuartos, vestida de "luces", está plantada en las afueras de un circo taurino sobre un cielo de tormenta; el capote, descansando en los brazos perezosos; es uno de los mejores cuadros que conozco de Zuloaga, retrato magníficamente bien pintado, pero sólo es eso; pintura que soslaya esa belleza que no radica en el gesto expresivo, en el estatismo o el dinamismo de la representación, que está situada más adentro; que no se ve; se palpa; que es la tragedia misma ausente de toda figuración convencional
Gaya entendía este secreto de penetrar en la esencialidad del alma. Descubría la sustancia de personas y cosas sin recurrir a la exactitud objetiva. Sin embargo, el genial aragonés, poseedor de ese poderoso instinto que le reconocen unánimemente todos. En merecido desbordamiento apologético, pierde profundidad cuando pinta espectáculos a los que el mismo está ligado por anotaciones personales. Los grabados de la "Tauromaquia" son para mi los de menos valor artístico en la obra de Gaya, por su empeño en reproducir incidentes -muchas veces groseramente dramáticos- del espectáculo taurino. Picasso ha visto la tauromaquia con un sentido del drama más personal y profundo que el aragonés. No conozco retratos de toreros hechos por Picasso, pero al final lo hubiera intentado, estoy seguro que habría logrado algo más patético que el retrato que hiciera Gaya del torero rondeñó.
Pedro Romero, su héroe preferido; retrato de un hombre vulgar, amigo de las mozas frescas, del buen vino, del cante y la juerga. Sin duda, pedro Romero no ofrecía otra realidad, y el pintor, con el ojo certero que poseía Gaya, se limitó a reproducir en el lienzo el modelo que tenía delante.
José Gutiérrez Solano, a quien Juan compró varios de sus cuadros maravillosos, podría haber sido el retratista digno del tal torero. Ahí donde Zuloaga, en noble intento, sólo veía el gesto arrogante del retador de la muerte, Gutiérrez Solano, de ascendencia mejicana, heredero de aquel crudo realismo español de Diego de Leiva, pro los brutales elementos del martirio de Santa Casilda, hubiera descubierto al esteta de la angustia. Angustia originada no por temor, no por la incertidumbre o por el juego vanidoso, sino por el dolor que encarna en la vida misma. Hubiera retratado al gran actor trágico que fue Juan Belmonte descubriendo ante el público el fondo dramático que se empeñaba en representar en compañía del toro y de la muerte; actor de sublime fealdad, trajeado de oro, la cara oligácea marcada de cicatrices, el juego de músculos desparejos terminado por el ritmo lento de un cuello apolíneo.
En este cuello se fijó, sin duda, julio Romero de Torres, pintor romántico" del alma andaluza", como le titulaban algunos de sus biógrafos contemporáneos, autor de "Carceleras" y "Bailaoras" de tronío. Cansado de guitarras, de crepúsculos sombríos y del campo cordobés, se empeñó en pintar a Juan, y lo pintó en "bonito", el torso a medio cubrir por bordado capote de paseo, como agualtrapado. Este retrato, que creó esta en una colección particular en Méjico, pretende ser escultórico y es blando y afectado. Campea entre las figuras de un galán de cine cualquiera y un "cantaor" de flamenco.
Los escultores poco o nada hicieron de esa cara huesuda, ascética como la de un monje inquisidor, si no se tomará en cuanta su excesivo amor por todo lo pagano, Sebastián Miranda, quien también sabe penetrar en la ruda psicología de pescadores y descubrir el oscuro fondo de los gitanos, esculpió en talla directa una estatuilla de Juan de cuerpo entero. Está sentado en una silla, las piernas cruzadas. Parece una maqueta de esas estatuas de hombres públicos para adornar jardines. El torero, trajeado con impecable elegancia de corte inglés, displicente, ve pasar las cosas. Si es verdad que, en apariencia, esa actitud era muy de Belmonte, en realidad jamás dejó de interesarse por la vida que tenía delante, por las pobres gente, por los heroísmos sufridos, por el hambre del gitano, por el amor de todos, pues tenía un corazón abierto a todas las comprensiones. Era inconcebible imaginar a Juan odiando o envidiando algo. Su nostalgia era el aire, la luz, el campo andaluz, la jaca y la libertad que muchas veces rendía incondicional a las reglas impuestas por su mujer, sus dos hijas y sus nueve nietos. Pensando que algún día tendría que dejarlos, filosofaba sobre la muerte. La recordaba con esa amarga ironía, tan suya.
Mientras "posaba" para algunos apuntes que le hizo un pariente lejano, Francisco Cossio del Pomar, ya herido por una angina de pecho que lo abatió un mes después le llegó a contar a paco que en los funerales de Rafael, el "Gallo", se le acercó uno de esos pelmazos que quieren hacerse presentes a todo trance, -¿ve usted don Juan - le dijo - este entierro, tan lleno de flores, con tantos carruajes, tantos plumajes en la carroza, tanto doblar de campanas? Pues eso no es nada comparado con lo que será el día que tengamos la desgracia de perderle, don Juan. Las flores, los carruajes, los personajes, la música, todo será "duplicado" y "triplicado", como si lo estuviese viendo.
A lo que Juan respondió, socarrón como siempre:¡Ujuy! Lo que me vaya perder. Y al evocar su muerte, podemos repetir lo mucho que perdieron quienes tuvieron la suerte de conocerlo en persona y los que nacimos oyendo hablar de él. Lo que dejó como herencia una tradición imborrable.
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