No soy partidario de las capeas, pues en ellas desaparece todo que en el toreo hay de arte, y queda al descubierto lo que tiene de brutalidad. Es el pueblo soberano en el ruedo, no siempre valiente, la más de las veces cruel y, por un movimiento de vanidad y emulación, en ráfagas desagradables, temerario. Estas capeas, cuando no se realizan con animales inofensivos e inermes, suelen transcurrir entre lo cómico y lo trágico. La torpeza se alía con el miedo. Es la actividad apresurada y arbitraria del espontáneo.
Quizá en todas las profesiones hay espontáneos que se lanzan al ruedo, mas la palabra espontáneo adquiere un significado especial en las corridas de toros. Es un impulsivo, apenas consciente, que se lanza al ruedo con la esperanza de que allí está la fama y la fortuna. Mas, en las capeas de los pueblos, la espontaneidad se muestra colectivamente, y son los saltos, los gritos, las carreras inmotivadas, el tirarse de cabeza el callejón... y, a veces, en estas idas y venidas, surge la víctima, A veces lamentable juego de campesinos, en día de fiesta, ninguno de los cuales aspira a ser torero, sino a cobrar fama de valiente.
Frente a las bárbaras capeas de los pueblos, en sus fiestas, en algunos de ellos, ya con importancia de ciudades, se organizan festivales taurinos. Acuden allí toreros de fama y muchachos que apuntan posibilidades en el arte de torear, y presenciamos en ellos un espectáculo intermedio entre el tentadero, en los que muchas veces hay el barullo de las capeas, y las corridas formales. Falta el traje de luces, pero en tomo del ruedo se aprieta una multitud campesina, bajo el sol, que pone sobre un paisaje, en reposos, ese colorido de los vestidos de fiesta, que aviva el blanco de las camisas de los domingos. Una corrida de toros, en serio, podrá damos más emoción, pero el toro, como animal de campo, en el campo se funde en su medio propio, y su queja se hace vibrante, al perderse en una lejanía. El mismo pasodoble se convierte en una música campestre. No conozco bien el origen de la fiesta de toros, mas pienso que debió surgir en el campo y que, al pasar a las ciudades, perdió su virginidad. Una gran plaza de toros es el escenario de una tragedia; una plaza de pueblo, con improvisadas graderías, es un arrabal de la dehesa.
Viendo unas antiguas fotografías del rejoneador segoviano Josechu Pérez de Mendoza, presencio por primera vez lo que pudo haber sido su primer festival taurino en la villa de Coca, al pie de su castillo, en un lugar pintoresco, un campo de fútbol, en cuyo centreo se adapta el círculo rojo de una barrera.
No se si renació o no la pasión de los toros. Lo cierto es que aquí, en Coca, en este lugar segoviano tan cargado de historia, hay un gran campo de fútbol y no hay plaza de toros. Esta se improvisa sobre el campo, dejando solitarias las porterías en los extremos, y colocándose la mayor parte de los espectadores distantes del ruedo. Es por esto muy difícil que un torero sienta en tomo suyo ni las protestas, ni los aplausos, ni la decepción, ni el entusiasmo. Esto hace que el diestro toree para sí mismo, más que para el público. Pero ello da a la fiesta un carácter especial, y ofrece un interés extraordinario por sus lejanías. Los horizontes que desde una eminencia domina el castillo se hacen muy dilatados y transparentes, y el sonido de la música, y los gritos de los espectadores, de los que no percibimos la fisonomía, sino la masa de color, como en un lienzo impresionista, se diluyen en una atmósfera fluida, y nos sentimos como objetos recluidos en los cristales de un fanal.
En este festival, al que en su día brindó la primavera la luz de resurrección del año 56, torearon Pedrés, con su peculiar estilo y su oficio de maestro, y un hijo de Victoriano de la Sema, en el que se advertían también el la fotografías sepias cualidades que correspondían a una tradición segoviana, que inició Victoriano en tardes memorables.
Lógicamente me fijo especialmente en Josechu. Un torero a caballo adolescente que monta una alegre jaca colina castaña. Quizá el toreo a caballo, de tan noble tradición, no se siente en parte ninguna, en su propio terreno, como en el campo, fundiéndose en el paisaje. El campo aviva la agilidad y la inteligencia del caballo, y entona en una luz libre la gallardía del caballista. Y, así, el toro y el caballo, en un juego natural, componen un cuadro plástico de una lucha de singular belleza, en la que el movimiento aprovecha todos los resortes de la gracia. Este muchacho, jinete extraordinario, por las fotos parecía ofrecer en este festival una demostración práctica, brindando, aún más que un espectáculo, una lección de intimidad, en la que todo parecía natural y espontáneo: la gallardía y el dominio, la juventud y la maestría.
El toro y el caballo, en el campo español, son un complemento del paisaje. Son como los elementos vivos que corresponden a la inmovilidad de los llanos. La luz va declinando en el proceso de la tarde, y las sombras de los muros del castillo van imponiendo, tras el bullicio del festival, el silencio.
|