CRÍTICA
DE EL
MAESTRO CAÑABATE
Ignacio de Cossío
Tauromaquia
De la prosa y la espada
Un libro resucita a Antonio
Díaz Cañabate,
maestro de la crítica taurina.
Por Jacques DURAND
Jueves, 12 de mayo de 2005, Diario Libération
Fumaba
puros Farias, bebía vino de Valdepeñas, escribía
frases breves y tenía once nombres: Antonio,
Joaquín, Donato, Francisco, José, Agustín, Emilio,
Juan, Ignacio, Ramón y cómo no Isidro, por Madrid y
su santo patrón. Sin embargo, él era “El Caña”:
Antonio Díaz Cañabate,
el maestro Cañabate, el mejor crítico taurino desde
la España de la posguerra hasta los años 70, poco
antes de su muerte en 1980.
¿Articulista taurino? No sólo eso.
Díaz Cañabate, licenciado en
derecho, era también crítico de teatro, cronista de
Madrid, historiador de sus tabernas como en su
“Historia de una taberna”: la taberna de Antonio
Sánchez, Calle Mesón de Paredes. Ahí sigue, tal y
como era ¿Escritor de Madrid? Sí, y agudo. Podía
redactar una crónica sobre la acera derecha de la
Castellana, hablando de la forma que los madrileños
tienen de hacerse el nudo de la corbata, de viajar
en tranvía, de desayunar tostadas o de alcanzar el
nirvana jugando al mus.
El gusto por el detalle
Un libro (1) acaba de ser dedicado a este
noctámbulo, colaborador de Le Fígaro, quien
encontraba en el espectáculo de la corrida con qué
alimentar su gusto por la observación de las
costumbres. Y viceversa.
El vio su primera
corrida en 1903, con 5 años. A golpe de pluma Mont
Blanc, sin coger realmente notas, Díaz Cañabate
modificó la manera de relatar las corridas de toros
diferenciándolo de la crónica especializada. En las
columnas de ABC o de El Ruedo, él incorporaba su
sentimiento sus impresiones, un fuerte interés por
la anécdota, el gusto por el microdetalle
sintomático. En ellas desarrollaba una inédita
libertad de tono, en este caso transformaba en
sardina, como este extracto de una crónica dedicada
al torero Solanito: “Esta mañana, tuve un momento de
inspiración. Resolví irme a Santurce a comerme unas
cuantas de sus famosas sardinas, (…) Allí estaban al
aire libre, a las puertas de un merendero, tan
plateaditas como siempre, muy bien colocadas en una
caja, a la vera de una parrilla (…) Me comí una
docena sin respirar. ¡Un día
es un día! ¡Buena sardinera al aire! Estaban
exquisitas. (…)
« Solanito » salió con muy buena voluntad, con ganas
de quedar bien, y con este su legítimo afán, quiso
hacerlo todo deprisa y corriendo. Y deprisa y
corriendo no se puede hacer nada en la vida. Ni
siquiera comer sardinas en Santurce. Las sardinas y
el toreo hay que paladearlos con el necesario reposo
(…)
Domingo Ortega fue torero-culto de Díaz Cañabate, al
mismo tiempo que el amigo con el que compartiría el
cocido, el “pot-an-fe de Madrid”. Para El Caña,
Domingo Ortega era “un gran maestro de la elegancia
y de la vida” y “contrariamente a lo que pensaban
las mujeres, no un hombre de pasiones, pero hombre
de una sola pasión: los toros. A los toros entregó
su vida, su corazón”. Lo que Cañabate admiraba de
Domingo Ortega, hijo de agricultores, era su cultura
intelectual, su simplicidad, su sinceridad, su
precisión intelectual y esa mezcla delante de los
toros de dureza y dulzura. En suma, su gusto por
Castilla, por esa Castilla seca y seria y ruda que
el cronista descubrió en el arte sin floritura del
torero de Borox, cerca de Toledo, incluso en su
rostro: “El rostro de Domingo Ortega es, como le
dije a Ignacio de Cossío, todo el paisaje de Borox.
En los ojos del gran torero, duros, intensos,
fuertes, pero a veces con las delicadezas que los
endulzan, encontramos todo el horizonte de las
tierras de Castilla”.
Díaz Cañabate, quizás por haber practicado esgrima
en la adolescencia, pero también porque es “el
momento de la verdad” de la corrida, otorgaba un
papel importante a la estocada. Por ello, en 1966,
no le dio importancia a la histórica faena de
Antoñete a Atrevido. Como no sabía el término
anatómico preciso, llamará el “Rincón de Ordóñez” a
este lugar un poco de lado, un poco abajo, hacia la
paletilla, donde dada la ocasión, Ordóñez podía dar
estocadas atravesadas y bajas, además de con
moralidad. La expresión “Rincón de Ordóñez” tendría
éxito hasta el punto de que, en los 60, restaurantes
en Madrid, Málaga y Sevilla fueron bautizados con
ese nombre. Ordóñez, que por entonces él admiraba y
que podía matar toros con toda lealtad, no se lo
tendrá en cuenta.
El duende de Curro
En una época en la que los críticos taurinos se
dejaban sobornar por los toreros, porque pagaban
ellos mismos el espacio que los periódicos les
otorgaban, Díaz Cañabate, amigo de Belmonte,
admirador de Lalanda y de Luís Miguel, tenía fama
por su independencia y su deontología. El tenía
además los medios financieros para ser libre.
Denunció el afeitado fraudulento de los cuernos y
también las derivas comerciales introducidas por El
Cordobés. No le gustaban no el estilo de los toreros
gitanos, ni los toreros llamados “artistas” ni los
toreros heterodoxos: Chamaco, Miguelín, El Cordobés,
a quienes llamará duramente “la tauromaquia
propagandística” Respeta a Manolete, pero había
criticado su repertorio limitado, su manera de
torear de perfil y a toro pasado “toros
comerciales”. Sin embargo su madrileñismo no le cegó
hasta el punto de olvidarse de los toreros
andaluces. Elogiará a Ordóñez, Ostos, Manolo y Pepe
Luís Vázquez, Curro Romero: “Curro Romero vino a la
Feria de Sevilla y el duende le acompañó, escondido
en el capote embrujado, en la muleta. Y no fue Curro
Romero . Fue el duende el que toreó”. No le gustaba
mucho Julio Aparicio, pensaba que Camino, amigo a
pesar de todo, no daba suficiente ventaja a los
toros y los que toreaba El Viti eran débiles. En el
combate, le gustaba la sinceridad: Rafael Ortega,
Ostos, Bienvenida, etc.
Antes era mejor
Como crítico de teatro, nunca se le vio ni en los
camerinos de los artistas ni entre bastidores. Lo
mismo ocurría en las corridas: se sentaba entre el
público, jamás lo encontrábamos en una
contrabarrera. Por el contrario, como todo buen
madrileño, era un asiduo a las tertulias de café
Lyon d´Ors, Pombo, Levante. Se reunían con toreros,
músicos, intelectuales como Ortega y Gasset y como
Cossío, para quién y sustituyendo a Miguel
Hernández, escribiría innumerables artículos en los
tomos V, VI Y VII de su gigantesca enciclopedia “Los
toros”: El Caña, miraba al pasado. Como la mayoría
de los articulistas, consideraba que antes, en
tiempos de Joselito, Belmonte, Pastor, Gaona,
Lalanda, era mejor, que los toros eran más salvajes
y que la “fiesta nacional” era menos devastada, más
pura. Lo de siempre. Se quejaba de la monotonía de
las faenas. Buscaba el pueblo de Madrid bajo la gran
ciudad y a través del espectáculo de los toros. Su
conocimiento de los tics y estilos de los toreros
era tal que haría un día la crónica de una corrida
de Pamplona sin haberla visto, sabiendo simplemente
el resultado: uno dos orejas, otro así, así.
Al final de su vida afirmaba que no le gustaban las
corridas. Su nieto lo achaca a la decepción. De
hecho, no le gustaba en lo que las corridas, según
él se habían convertido. Demasiado negocio. Este
discutible reproche sustentaba su principios como
escritor: la corrida es un reflejo de las costumbres
y su época. O puede que y tuviera nostalgia de su
juventud.
(1)
El
Maestro Cañabate de Ignacio de
Cossío.
Ediciones Tutor, Madrid, 2004. 178 18 €.
Tauromachie
De prose et d'épée
Un livre fait revivre
Antonio Díaz
Cañabate, maestro de la critique taurine.
Par
Jacques DURAND
jeudi
12 mai 2005, Libération.
ll
fumait des cigares Farias, buvait du vin de
Valdepeñas, écrivait en phrases courtes et portait
onze prénoms : Antonio, Joaquin, Donato, Francisco,
José, Agustín, Emilio, Juan, Ignacio, Ramon, et bien
entendu Isidro, à cause de Madrid et de son saint
patron. Mais il était «El Caña» : Antonio Díaz
Cañabate, le maestro Cañabate, le meilleur critique
taurin de l'Espagne de l'après-guerre civile et
jusque dans les années 70, peu avant son décès, en
1980.
Revistero taurin ? Pas seulement. Díaz Cañabate,
licencié en droit, était aussi critique de théâtre,
chroniqueur de Madrid, historien de ses tavernes
comme dans son Historia de una Taberna: la taberna
Antonio Sánchez, rue Meson de Paredes. Elle y est
encore, telle quelle. Ecrivain de Madrid ? Oui, et
pointu. Il pouvait rédiger une chronique sur le
trottoir gauche de l'avenue de la Castellana, sur la
façon qu'ont les Madrilènes de faire leur noeud de
cravate, de voyager en tramway, de déjeuner de
tartines ou de connaître le nirvana en jouant au jeu
de cartes du mus.
Le
goût du détail. Un livre (1) vient d'être consacré à
ce noctambule, collaborateur du Figaro, qui trouvait
dans le spectacle de la corrida de quoi alimenter
son goût pour l'observation des moeurs. Et vice
versa. Il avait vu sa première course en 1903, à 5
ans. A coups de plume Mont Blanc, sans prendre
véritablement de notes, Díaz Cañabate a modifié la
façon de dire le combat des toros en l'arrachant au
compte rendu spécialisé. Lui, dans les colonnes de
ABC ou de El Ruedo, y ajoutait son sentiment, ses
impressions, un fort intérêt pour l'anecdote, le
goût du microdétail symptomatique. Il y versait une
inédite liberté de ton, transformée en l'occurrence
en sardine, comme dans cet extrait d'une chronique
consacrée au torero Solanito : «Ce matin, j'eus un
moment d'inspiration. J'ai décidé d'aller à Santurce
m'envoyer je ne sais combien de ces fameuses
sardines... Solanito sortit en piste avec beaucoup
de bonne volonté, l'envie de plaire et, avec cette
ardeur légitime, il voulut tout faire vite et en
courant. Vite et en courant, on ne peut rien faire
dans la vie. Même pas manger des sardines à
Santurce. Les sardines et la tauromachie, il faut
les savourer calmement.»
Domingo Ortega a été le torero culte de Díaz
Cañabate, en même temps que l'ami avec qui il
partageait le cocido, le pot-au-feu de Madrid. Pour
El Caña, Domingo Ortega était «un grand maestro de
l'élégance et de la vie» et, «contrairement à ce que
pensaient les femmes, non pas un homme de passions,
mais l'homme d'une seule passion : les toros. Aux
toros il donna sa vie son coeur». Ce que Cañabate
admirait chez Domingo Ortega, fils d'ouvriers
agricoles, c'était son élévation intellectuelle, sa
simplicité, sa sincérité, sa précision
professionnelle et ce mélange, devant les toros, de
dureté et de douceur. En somme, son goût de
Castille, de cette Castille sèche et sérieuse et
rude que le chroniqueur déchiffrait dans l'art sans
fioriture du torero de Borox, près de Tolède, et
jusque sur son visage : «Le visage de Domingo Ortega
est, comme je l'ai dit à Ignacio de Cossío, tout le
paysage de Borox. Dans les yeux du grand torero,
durs, intenses, forts, mais avec des délicatesses
qui les adoucissent, on trouve tout l'horizon des
terres de Castille.»
Díaz
Cañabate, peut-être parce qu'il avait, adolescent,
pratiqué l'escrime, mais aussi parce qu'elle est ce
«moment de la vérité» de la corrida, accordait un
rôle majeur à l'estocade. C'est pourquoi, en 1966,
il n'accordera pas d'importance à l'historique faena
de Antoñete à Atrevido, le toro blanc de Osborne.
Antoñete avait mal tué Atrevido. Parce qu'il n'en
connaissait pas le terme anatomique précis, il
nommera «el rincón de Ordóñez», le coin d'Ordóñez,
cet endroit un peu de côté, un peu en bas, vers le
paleron, où Ordóñez pouvait à l'occasion planter des
estocades traversières et basses, y compris
moralement. L'expression «rincón de Ordóñez» fera
fortune au point que, dans les années soixante, des
restaurants se sont baptisés ainsi à Madrid, à
Malaga et à Séville. Ordóñez, que par ailleurs il
admirait et qui pouvait tuer des toros en toute
loyauté, ne lui en tiendra pas rigueur.
Le
duende de Curro. A une époque où les critiques
taurins se faisaient soudoyer par les toreros, parce
qu'ils payaient eux-mêmes l'espace que les journaux
leur octroyaient, Díaz Cañabate, ami de Belmonte,
admirateur de Lalanda et de Luís Miguel, était
réputé pour son indépendance et sa déontologie. Il
avait aussi les moyens financiers d'être libre. Il a
dénoncé l'épointage frauduleux des cornes et aussi
les dérives commerciales amenées par El Cordobés. Il
n'aimait ni le style des toreros gitans, ni les
toreros dit «artistes», ni les toreros hétérodoxes :
Chamaco, Miguelín, El Cordobés, dont il invalidera
durement «la tauromachie propagandiste». Il
respectait Manolete, mais avait décrié son
répertoire limité, sa façon de toréer de profil et à
cornes passées des «toros commercialisés». Son
madrilénisme ne l'a cependant pas aveuglé au point
de négliger les toreros andalous. Il fera l'éloge de
Ordóñez, d'Ostos, de Manolo et de Pepe Luís Vázquez,
de Curro Romero : «Curro Romero vint à la Feria [de
Séville, ndlr] et le duende l'accompagna, caché dans
la cape ensorcelée, dans la muleta. Ce ne fut pas
Curro Romero. Ce fut le duende qui toréa.» Il
n'aimait guère Julio Aparicio, trouvait que Camino,
un ami pourtant, ne donnait pas assez d'avantage aux
toros et que ceux que El Viti toréait étaient
faibles. Dans le combat, il aimait la sincérité :
Rafael Ortega, Ostos, Bienvenida.
C'était mieux avant. Comme critique de théâtre, on
ne l'a jamais aperçu dans les loges d'artistes ni
dans les coulisses. Même position en corrida : il
s'asseyait parmi le public. On ne l'a jamais croisé
dans une contre-piste. Par contre, comme tout bon
Madrilène, c'était un pilier de tertulias
(causeries) au café Lyon d'Ors, au Pombo, au
Levante. Il y retrouvait des toreros, des musiciens,
des intellectuels comme Ortega y Gasset et comme
Cossío, pour qui, à la suite du poète Miguel
Hernández, il écrira d'innombrables articles dans
les tomes V, VI et VII de sa gigantesque
encyclopédie Los Toros. El Caña était passéiste.
Comme la majorité des revisteros, il trouvait
qu'avant, du temps de Joselito, Belmonte, Pastor,
Gaona, Lalanda, c'était mieux, que les toros avaient
plus de sauvagerie et que la «fiesta nacional» était
moins abâtardie, plus pure. Air connu. Il se
plaignait de la monotonie des faenas. Il recherchait
le village Madrid dessous la grande ville et à
travers le spectacle des toros. Sa connaissance des
tics et styles des toreros était telle qu'il fera un
jour la chronique d'une corrida de Pampelune sans
l'avoir vue, en en sachant simplement le résultat :
un tel deux oreilles, tel autre couci-couça.
A la
fin de sa vie, il affirmait ne plus aimer la
corrida. Son petit-fils l'explique par la déception.
Il n'aimait pas en fait ce que la corrida, selon
lui, était devenue. Trop de business. Ce reproche
discutable donnait raison à son principe d'écriture
: la corrida est un reflet des moeurs et de son
époque. Ou alors il avait la nostalgie de sa
jeunesse.
(1) El
Maestro Cañabate de Ignacio de Cossío.
Editions Tutor, Madrid 2004. 178 pp., 18 €.
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